Un descenso al infierno de una guerra que no parece tener un fin próximo.
En la noche del 11 de junio de 2007, un grupo de soldados norteamericanos se aproximaba a un caserío en el valle de Jalalabad. Su objetivo: capturar o matar a un supuesto comandante talibán llamado Qarl Ur-Rahman. Al llegar al lugar fueron descubiertos y en el combate subsiguiente el lugar fue arrasado por el fuego del apoyo aéreo pedido por radio. La misión fue abortada y el escueto informe sobre la acción terminaba diciendo: “Contacto con el enemigo finalizado. Retorno a la base. 7 x KIA, 4 x WIA.” Traducción: siete enemigos muertos en acción, cuatro heridos. Lo que omitía el lacónico informe era que los supuestos enemigos eran en realidad policías afganos víctimas de una mortal confusión. Tampoco decía que esa patrulla era parte de una unidad ultrasecreta llamada Fuerza de Tareas 373 (TF 373) cuya principal misión era asesinar o capturar e interrogar supuestos elementos dirigentes de Al Qaeda y los talibanes. Este y otros miles de hechos ocultos hasta ahora por el secreto de las operaciones militares en Afganistán fueron revelados el 25 de julio pasado por el sitio online WikiLeaks que –bajo el título “Los diarios de la guerra afgana”– publicó más de 92.000 informes militares clasificados como secretos. El New York Times en Estados Unidos, The Guardian en Inglaterra y el semanario Der Spiegel en Alemania fueron los encargados de analizar el material antes de publicar extensas notas, reportajes y análisis sobre los informes que sacudieron al gobierno norteamericano y su comando militar. Quedan aún más de 15.000 archivos que –por su carácter sensible con respecto a la seguridad de personas y unidades involucradas– están siendo analizados antes de publicarlos, según aseguró el fundador del sitio y editor en jefe, Julian Assange.
Los archivos consisten básicamente en los informes que desde el el escenario de combate envían las tropas a los distintos niveles de comando para su estudio y clasificación. Su lectura es un verdadero descenso al infierno de una guerra que luego de nueve años no parece tener un fin próximo.
Ataques con decenas de civiles muertos, ejecuciones sumarias de sospechosos, tiroteos indiscriminados contra la población, un civil sordomudo baleado por no escuchar el alto de una patrulla, fuerzas especiales actuando como escuadrones de la muerte en la caza de miembros de la resistencia, bombardeos equivocados de aviones no tripulados, la corrupción de militares y funcionarios afganos y la sospechada complicidad de militares y miembros de la inteligencia paquistaní con el talibán desfilan en un fresco que impactó en la opinión pública norteamericana con la misma contundencia que, en el pasado, los papeles del Pentágono revelados al New York Times por un miembro de la Secretaría de Defensa evidenciaban cómo el presidente Lyndon Johnson había mentido con respecto a la marcha de la guerra en Vietnam.
Pero una cosa es la opinión pública, bombardeada por la maquinaria de los medios y los magos del marketing político, y otra muy distinta es la compleja trama de la política en la que revelaciones como la de WikiLeaks operan simplemente como catalizadores, como disparadores o atenuadores de procesos que hunden sus raíces en las relaciones de poder. Las palabras del presidente Obama, hablando del informe luego de reunirse con los líderes del Congreso para discutir el apoyo al aumento de los fondos para la guerra, fueron reveladoras: si bien lamentó la filtración de los informes y manifestó que su difusión podía ser potencialmente dañina para la seguridad de los individuos o las operaciones militares, fue taxativo al afirmar que “(los documentos) no revelan nada que no haya sido ya tratado en el debate público que hemos mantenido sobre Afganistán” y que el material “destaca los desafíos que lo llevaron a adoptar, a fines de 2009, una nueva estrategia que implicaba el envío de 30.000 soldados adicionales a Afganistán”. Como lo hicieron notar los analistas del New York Times , el período que cubre el informe de WikiLeaks se corresponde mayormente con la presidencia de Bush y la afirmación de Obama de que –hasta el cambio de estrategia de comienzos de este año– Estados Unidos había estado perdiendo el tiempo por una visión equivocada del conflicto es consistente con aquellos que opinan que a pesar de las protestas del establishment militar, los daños reales a la seguridad de las tropas son muy bajos y el informe apuntala la necesidad de profundizar el esfuerzo bélico. La aprobación en la Cámara de Representantes, por 308 votos contra 114, de un nuevo paquete de 33 mil millones de dólares para la guerra en Afganistán y de otros adicionales 29 mil millones, demuestra que los legisladores estuvieron más atentos a las necesidades políticas del Ejecutivo que a las quejas de los militares. El senador McCain fue muy explícito al respecto: “En realidad, la imagen que emerge de estos documentos es muy poco más que lo que ya sabíamos y es que la guerra en Afganistán se estaba deteriorando en años pasados. Ahora estamos en el camino correcto”.
Lo que verdaderamente está en debate en los pasillos del Congreso, en los salones de la Casa Blanca, en los bunkers de los servicios de inteligencia y en los comandos militares, es la estrategia correcta para Afganistán, qué medios emplear y por cuánto tiempo aplicarlos. Los especialistas señalan que –más allá de matices y sutilezas– hay sólo dos caminos posibles: el del contraterrorismo (CT) y el de la contrainsurgencia (COIN). El primero, apoyado por el vicepresidente Joe Biden, la comunidad de inteligencia, las fuerzas especiales y sectores republicanos, consiste en abandonar la idea de ayudar a reconstruir las instituciones estatales afganas y concentrarse en matar insurgentes. En esta visión no hay despliegue geográfico de tropas, el peso de la guerra recae en el poder aéreo y las operaciones especiales. El otro camino, apoyado por Obama, los demócratas, la burocracia gubernamental y las tropas regulares consiste en ganar el apoyo de la población brindándole condiciones de seguridad, generando cierta estabilidad politica y económica y reconstruyendo poderes locales para aislar a los militantes. Esta es la visión del actual comandante David Petraeus, pero el flanco débil es su costo económico y el tiempo que implica su concreción. Tiempo que no abunda cuando los votantes pierden la paciencia y le bajan el pulgar a la guerra.
Fuente: Miradas al Sur