En cierto aspecto, la semana después ha sido aun más significativa que la de la muerte.
Impacto, emoción, sorpresa e incertidumbre fueron los cuatro términos que dominaron la escena hasta que el duelo concluyó formalmente. Los dos primeros se definen por sí solos. El tercero remitió a la multitud congregada; en particular, a su impresionante componente juvenil e inorgánico. Y el cuarto consistía en algunas pocas, concretas y categóricas preguntas que, aunque íntimamente puedan haberse formulado ya al poco rato de conocida la noticia, fueron expuestas recién con el correr de los días (excepto por algunos salvajes, que se permitieron obviar el dolor y arreciaron con formulaciones intimidantes). ¿Cuáles serían, puestas en acción política, las consecuencias del impacto emocional en la Presidenta? ¿Qué pasaría hacia la interna del peronismo y de la oposición? ¿Qué, sobre todo, ante la ausencia de Kirchner al comando de su hiperquinético sinfín de relaciones y decisiones cotidianas? ¿Y qué con la actitud de alguna gente del palo propio, de imagen viscosa e inmersa en movidas o gestos sospechosos de querer abrirse o molestar? Sería irresponsable, por supuesto, pretender respondida esta serie de interrogantes –a los que se suman los del asombro por la multitud autoconvocada– cuando el muerto permanece fresco. Sin embargo, y para pesar de la derecha que festejó o abrigó expectativas inequívocamente favorables en su primera impresión inconfesada, la semana después arroja signos que son los que esa derecha no quería encontrar. ¿O sí?
Según todas las fuentes obrantes y confiables, Cristina dijo “dos días de duelo y el lunes a trabajar”. En traducción libre: el lunes ya van a ver. Y fue así. Salió en cadena nacional siendo que una probable mayoría esperaba pausa de “recato”; no actuó un falso vivo; arrancó diciendo que eran las 17.40, para dejar clarita su decisión de no mentir(se) ni siquiera en la hora exacta que en que diría lo que dijo. En un discurso en el que le bastaron cinco minutos totales para transmitir un corazón tan partido como arremetedor, avisó que lejos de ser su momento más difícil era, apenas sencillamente, el más doloroso. En traducción obvia: estoy hecha mierda, pero no me impide gobernar. Y eligió el cierre, además de detenerse en el agradecimiento especial a los jóvenes, para anunciar que gobernaría más que nunca, y hacia igual itinerario, en homenaje a su marido. Esta cronología de su primera aparición verbalizada no es una adhesión ideológica. La incluye, pero antes que eso es una constatación objetiva de que marcó la cancha a cuatro días de que su compañero de toda la vida se muriera de golpe y a su lado. Tan objetivo como que al día siguiente estaba en Córdoba, bajando línea con la integración de autopartes argentinas en el nuevo modelo de Renault. Y como que horas más tarde hacía lo mismo en el análisis de los 600 mil millones de dólares que los yanquis derramaron sobre el universo económico dominante, munidos de su maquinita de emitir billetes y sin que nadie les pregunte por su déficit fiscal. Si querían saber sobre el estado depresivo de la Presidenta, ahí la tuvieron. Actuada, sincera, mentirosa, natural, como cada quien quiera. Pero lo objetivo es eso: Presidenta al mando.
Más luego, Scioli señala que estará donde la jefa de Estado lo necesite. Moyano aclara que la conductora del “Movimiento” es nada más que ella. Cobos quiere que se lo trague la tierra. En ese engendro que se denomina “peronismo federal”, sin dirección ni teléfono, aparece la fisura de un Solá –para empezar– capaz de decir que si hay tanto pueblo en la calle, llorando al muerto, por algo debe ser. Carrió prefirió seguir con su dieta, aunque parece que el Apocalipsis ya pasó porque ahora adujo que hay un buen futuro para el país. Stolbizer volcó en reemplazo de Carrió, convocando a un gobierno de “concertación nacional” (???). Duhalde confesó estar más fuerte que nunca, pero nadie le cree, empezando por él mismo. Reutemann, bien que con él nunca termina de saberse, anotició que se abre definitivamente de la precandidatura presidencial que nunca existió, salvo en la cabeza de un establishment que solamente confiaba en él o en Scioli. Y el hijo de Alfonsín, que en líneas generales mantuvo el posicionamiento más noble de todo ese mamarracho, por homenaje al apellido y porque juega a la izquierda del traidor que vicepreside no se sabe qué, quedó en situación de no se sabe qué tampoco. Para peor, visto desde el adefesio contrera; o para mejor, contemplado desde cálculos electoralistas, la perspectiva económica mundial entrega signos optimistas hacia estos lares: dólares circulantes a rabiar, baja de las tasas de interés, subida de los precios de las materias primas agropecuarias, en Brasil ganaron Lula/Dilma y los chinos no paran de demandar lo que se produce en estas pampas. Enfrente de eso, solamente queda la inflación real y en específico lo que aumenta la carne. Nada más. Pero ninguno de los confrontantes garantiza que la inflación auténtica no sería la que es si gobernaran ellos, y menos que menos ofrecerían opción a la necesidad de recomponer stock de vacas parturientas. Por último, afrontan lo que reconoció el mismísimo Jaime Durán Barba, jefe marquetinero de un Mauricio Macri que después de ver lo que pasó se habrá dado cuenta de que nunca tendrá calor popular: una viuda reciente con la personalidad de Cristina, mujer atractiva, con la oratoria que tiene, con ese retrato de sola contra todos, es imbatible en las urnas. Lo dijo el publicista de Macri.
Hasta acá, las buenas noticias. Porque lo son o porque uno las interpreta como tales. Sea como fuere, esto que se llama “kirchnerismo”, a falta de mejor definición rápida que reemplace a “las necesidades e intereses populares van para ahí”, también tiene sus problemas. Bueno sería que no los tuviera, porque en ese caso significaría que se acabó la historia, local, pero por izquierda. Y la Historia no se acaba nunca. Siempre está en movimiento por mucho que no se lo perciba, como ocurrió en los ‘90 de la rata. El mejor significante de eso, pero hay que ver si significado, son los pibes. Esos pibes que demostraron volver a creer en algo colectivo. Esos pibes entusiasmados con la política son la noticia más fascinante de la Argentina de los últimos tiempos. Pero a no hacerse los tontos, nosotros, los grandulones, deduciendo que ahora les toca a ellos. Nos sigue tocando a nosotros conducir la energía de los pibes. No hay partido militar para cubrirle el flanco a la derecha, porque en el pestañeo histórico que va de Alfonsín a Kirchner la derecha se quedó desarmada. Los pibes no están en peligro, y las condiciones objetivas son mejores que en los ’70 para seguir cambiando las cosas. Pero hay el desafío de que no se decepcionen, ahora que volvieron a creer después de tanto adulto vencido.
Y a la par, en lo macro, es eso que señaló el escritor Vicente Battista en su perfecta contratapa de Página/12, el jueves pasado, al citar a Scalabrini Ortiz en 1943: “No debemos olvidar en ninguna circunstancia –cualesquiera sean las diferencias de apreciación– que las opciones que nos ofrece la vida política argentina son limitadas. No se trata de optar entre (el general) Perón y el Arcángel San Gabriel. Se trata de optar entre (...) Perón y Federico Pinedo”. Casi setenta años después, es lo mismo. O se está con esto, se llame como se llame, o se está con Macri, Cobos, Duhalde & Cía.
Elijan.