Queríamos decirte simplemente que los anarquistas somos, a veces, muy de vez en cuando, un laberinto de contradicciones. Y que pensábamos votarte. Era nuestra mínima y secreta manera de pedirte perdón.
Lo que te puteamos, flaco. Las cosas que dijimos de vos cuando en la imbécil tentación del engreído revolucionario decíamos que vos eras el monigote de Duhalde. Las marchas que te hicimos. Queríamos decirles a los argentinos que estabas dilapidando nuestra plata dándosela en bandeja al FMI.
Cuántas palabras envueltas en desprecio y sorna. Instruidos en las sabias esgrimas marxistas, enumerábamos los siniestros enemigos de los que te rodeabas. Casi, casi, te ordenábamos que fueses puro. Como nosotros.
En los rudos textos, en las vehementes intervenciones radiales, despedazamos tus confusas relaciones con el poder. Claro que sí, qué otra cosa era un hombre saludando a Bush con una sonrisa. No prestabas atención a nuestra pedagógica manera de llevar adelante el protocolo.
El propósito era que nos escuchases. Que leyeras nuestros volantes, nuestros afiches, nuestras banderas. Tenías que hacerte, de un día para otro, justiciero expropiador de todos los sinvergüenzas. Tenías que rendirte ante nuestras luchas.
Queríamos ser testigos de un milagro que honrara a nuestros santos leninistas: la conversión acelerada de un político burgués a tigre trotskista, como aquel que posa en nuestros posters. Queríamos verte echando a todo tu staff, tus ministros, tus amigos, tu familia, desprendiéndote de cuentas bancarias, bienes, alquileres. Si era posible, Flaco, tenías que tirar los mocasines y la birome Bic. Y desafiliarte del PJ.
Un día, nos enteramos que hablabas en la ESMA. Que entrabas allí con las viejas y con los hijos. Pedazo de oportunista, dijimos. Luego, procuramos escuchar bien aquello que decías. “Como presidente de Argentina, vengo a pedir perdón en nombre del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia tantas atrocidades.”
Carajo. Exasperabas nuestra incredulidad eterna. De pronto, un presidente argentino, de la Casa Rosada, les pedía perdón a las Madres; a las mismas Madres que un tiempo atrás (diciembre 2001) habían sido gaseadas, mojadas, atropelladas por caballos por los infames de la Casa Rosada.
Ebrios de indiferencia, pensamos que debíamos aplaudir ese gesto, no más de 24 horas. No podíamos ser aventurados en el elogio. No tolerábamos que no cumplieras, una a una, todas nuestras utopías.
Ni cuando aprobaste la jubilación para los que no tenían aportes. Incluida nuestra vieja, y nuestra suegra.
Ni cuando le brindaste a Chávez, y a otros, el escenario adecuado para mandar a la misma mierda el asesino ALCA. Ni cuando le sacaste el fútbol de las manos al pulpo eterno. Ni cuando quisiste poner un poco de justicia con la 125 cumpliendo tu máxima peronista de llegar al fifty-fifty. Ni cuando desafiaste a Clarín y sus tentáculos. Ni cuando ideaste el final del monopolio de Papel Prensa.
Ni cuando impulsaste el matrimonio igualitario. Ni cuando te enojaste con las claudicaciones de la ex intachable Corte. Ni cuando apagaste las privatizaciones de Aerolíneas, el saqueo de las AFJP, el choreo macrista del Correo.
Ni cuando te extenuaron los impostores, los Alberto Fernández, los Lavagna, los Solá, los Cobos, los Pedraza.
Ni cuando apoyabas una ley que resolviera un cacho de participación en las ganancias. Ni siquiera cuando tu última opinión sobre los burócratas sindicales contenía una frase premeditada: “Hay que dar con el último de los autores intelectuales del crimen de Ferreyra.” Ahora que estás en Santa Cruz, rodeado de los combativos mineros de Río Turbio que adorábamos en los ’90, ahora es como un poco tarde, flaco.
Queríamos decirte simplemente que los anarquistas somos, a veces, muy de vez en cuando, un laberinto de contradicciones. Y que pensábamos votarte. Era nuestra mínima y secreta manera de pedirte perdón.