
Que la capital de Europa esté en Bruselas no deja de tener su gracia. En un continente cuya historia reciente se resume en una greña casi perpetua entre Francia y Alemania, lo lógico hubiera sido colocarla en Berlín o en París. Pero Bélgica está bien, mejor que bien incluso, porque de un modo inconsciente, casi de pura chiripa, los analfabetos y codiciosos arquitectos del euro han venido a reconocer el papel que este pequeño país ha jugado en la historia europea en los dos últimos siglos: un ensangrentado...