29.11.08

Conductas en la crisis de débiles, poderosos y chantajistas (Por Raúl Dellatorre)

Si la CGT se viera hoy a sí misma nada más que como una organización que disputa espacios internos en el sindicalismo con otra central, estaría cometiendo un grave error. Si alguien supusiera que la puja es entre “moyanismo” y “kirchnerismo” tan sólo por una pulseada dentro del justicialismo, correría el mismo riesgo de equivocarse. Es imposible, casi irresponsable, no ver cada planteo político que se haga en estos días dentro del contexto de una crisis global del capitalismo, sistema dominante. Crisis que impacta en todo el mundo y que en Argentina está tomando el color que le da la reacción de empresarios poderosos pero asustados, en el mejor de los casos. En otros, habría que hablar directamente de un chantaje de grupos económicos sobre el Estado y sobre los gremios: al primero, para sacarle subsidios que recompongan sus tasas de ganancia. A los últimos, para frenar las demandas salariales que hasta hace pocas semanas eran carta de negociación, hoy transformadas en reclamos en defensa de los puestos de trabajo. El planteo no es cómo evitar la crisis, porque ya está entre nosotros. La cuestión es cómo entenderse con ella, y cómo evitar que los poderosos –de adentro y de afuera– no les hagan pagar los platos rotos a los más débiles.

El empleo pasó a ser el eslabón débil de la lucha sindical. La amenaza directa de despidos, como método tradicional de ajuste empresario, fue respondida por la CGT con un reclamo de doble o triple indemnización. Encarecer una práctica o ejercicio (el despido) es una forma de mercado de hacerla menos apetecible para quien deba pagarla (el empleador). El problema es que, en ésta como en muchas otras situaciones, la cosa no se resuelve con las reglas de la competencia perfecta, sino por una puja de intereses. Si Citigroup decide, en Nueva York, despedir a 50 mil empleados, y si resolviera que una cuota de ese sacrificio le corresponda a la filial argentina, ¿cambiará en algo esa decisión que la indemnización sea simple, doble o triple? Pensemos el mismo interrogante si se tratase de General Motors resolviendo un brutal ajuste desde Detroit, o a cualquier otra multi en su respectivo comando central. La respuesta no variará cualquiera sea el rubro.

Está claro que no todos los empleadores son multinacionales. De hecho, todavía las pymes –cada vez en menor proporción– son el mayor sector empleador de la economía. Pero, cuanto más independientes, más ahogadas económicamente, y tampoco en estos casos la decisión del despido se toma por un análisis marginal de costo/beneficio entre cuánto se paga de indemnización por despido y cuánto se paga por mantener el personal. En estos casos, cuando se decide el despido, es porque la pyme viene para atrás y no hay posibilidades de frenar el proceso en lo inmediato. Si la indemnización es doble o triple, será mayor la deuda que se bicicleteará para pagar o negociar algún día, si la cosa mejora, o nunca si todo va mal.

El espectro se completa con los trabajadores precarizados, tercerizados con patrón invisible, temporarios, eventuales o informales (con trabajo permanente pero no reconocidos por el empleador: en negro con varios años de antigüedad en ese estado). No sólo no tienen reconocimiento automático de indemnización de parte del empleador (sí derechos a cobrarla), sino que además son el primer eslabón de la cadena que se corta. Si protestan por el despido, el destino más probable es un juicio individual por la indemnización, pero extrañamente la reincorporación. La “doble” o la “triple” podrá mejorar lo que cobren a futuro con el juicio, pero difícilmente condicione la decisión de despedir al momento de la crisis.

Sintetizando: la doble o triple indemnización por despido podrá tener otros méritos, pero no el de disuadir la decisión patronal de despedir. Y en particular, cuando el motivo es una crisis generalizada y no un cambio de precios relativos –un insumo, un impuesto– que, simplemente, obliga a recalcular costos para decidir, desde el punto de vista empresario, cuál conviene ajustar.

Es una etapa de luchas defensivas, pero también de elección de formas de lucha que se conecten con el eje de la pelea: un nuevo modelo económico y social. El que se impuso hasta acá entró en crisis. Ya no hay acumulación posible, y perdurable, en base a la renta especulativa por sí misma, desvinculada de la economía real, de la creación de riqueza por medio de la producción. En medio de esta crisis, paradójicamente, el trabajo debería volver a ocupar un espacio protagónico, en vez de ser marginado. Ir hacia el planteo de cobrar más a cambio de perder el empleo puede resultar la peor opción táctica: es entregar lo más preciado aceptando la lógica del modelo desfalleciente, es decir, cobrándolo caro. Una opción distinta sería pelearle a la crisis cuestionando el modelo actual y proponiendo una transformación de fondo.

Dentro de la vereda empresaria, el comportamiento podría caracterizarse, cuanto menos, de mezquino. Eligieron el lugar de víctimas para anotarse en la cola de reparto de beneficios, antes que asumir una posición de liderazgo frente a la crisis del modelo. Un empresariado que ni es burguesía ni es nacional eligió escupir contra el viento: con su conducta reprodujo internamente la crisis cuando aún no había llegado, les metió miedo a los consumidores de altos ingresos que contrajeron sus gastos y terminó afectando sus propias posibilidades de ventas. Ahora pretende que el Gobierno les compense las pérdidas. Una lógica que, por vieja y repetida, no es menos perversa.

Para el Gobierno, por ahora, son todas presiones. De las centrales sindicales, de las cúpulas empresarias, de los países centrales que lo conminan a no ejercer políticas proteccionistas excesivas. Lo que no debería perderse de vista es que las respuestas desde el mundo industrializado no brillan por su efectividad. Se han centrado en megasalvatajes de bancos primero, y ahora de grandes emporios industriales. El objeto del salvataje han sido en ambos casos las corporaciones. En Argentina, en cambio, hasta ahora el único cambio estructural fue un audaz golpe de timón recuperando para el Estado el manejo de los recursos previsionales. La situación reclama más medidas transformadoras y audaces. Sin perder de vista que el objeto del salvataje debe ser el pueblo, el trabajador, el jubilado. No eran éstos los beneficiarios del régimen de jubilación privada. De la doble o triple indemnización, tampoco.



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Izquierda, discriminación y seguridad (Por José Natanson)

Ni la discriminación ni la cuestión de las minorías formaban parte de la agenda clásica de la izquierda. En 1961, el gobierno de Fidel Castro lanzó una serie de redadas en La Habana con el objetivo de detener a prostitutas y homosexuales, que, con el argumento de que no podían formar parte de las fuerzas armadas y participar en la defensa militar contra el imperio, fueron confinados a las Unidades Militares de Ayuda a la Producción. Para ello, el gobierno revolucionario se amparaba en la “Ley de ostentación homosexual”, que recién fue derogada del Código Penal en 1988.

En 1983, el gobierno sandinista de Daniel Ortega ordenó la relocalización autoritaria de las comunidades de indígenas miskitos de la orilla del hermoso río Coco bajo la acusación de que colaboraban con la contra, lo que le generó serias denuncias de matanzas y hasta un proceso por genocidio. Por su parte, la Revolución Nacional Boliviana de 1952, que algunos califican como la más radical del siglo XX sudamericano, encaró un proyecto de homogeneización mestiza dentro del cual la cuestión indígena no ocupaba un lugar.

Y no es que los viejos comandantes ignoraran estas cuestiones, sino que se amparaban en la idea de que la igualación económica acabaría automáticamente con todas las demás inequidades, un supuesto que se fue disolviendo con los años. Fueron sobre todo la globalización y la redemocratización las que introdujeron en las anquilosadas agendas izquierdistas la cuestión de la interseccionalidad de las discriminaciones, la idea de que las diferencias sociales, de género, raza y etnia no son excluyentes, sino que, por el contrario, se retroalimentan unas a otras, y que para acabar con una es necesario atacarlas a todas.
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Hoy prácticamente todos los gobiernos han incorporado el tema de las minorías cualitativas (mujeres, indígenas en los países andinos) o cuantitativas (indígenas en el Cono Sur, minorías sexuales) a sus repertorios de políticas públicas. Uno de los esfuerzos más importantes en este sentido fue la decisión de Lula de crear la Secretaría Especial de Política de Promoción de la Igualdad Racial (Seppir), que busca, como la Secretaría de la Mujer, transversalizar los criterios de equidad racial a la totalidad de las políticas de Estado.

Como parte de las corrientes que ponen el foco en el carácter mutuamente potenciador de las discriminaciones, la segregación residencial ha ido cobrando una importancia cada vez mayor en las investigaciones sociales y económicas. Por ejemplo, estudios realizados por Luiz César Queiroz Ribeiro para el Observatorio de las Metrópolis de Brasil demuestran que trabajadores de baja escolaridad, el mismo origen social y similar color de piel –es decir, los atributos que suelen incidir en la definición de los salarios– ganan menos si viven en una favela que en un barrio cualquiera. El porcentaje es 14 ciento menor en Río de Janeiro, 19 por ciento menor en San Pablo y 21 por ciento en Belo Horizonte.

Vivir en una favela o en una villa dificulta la creación de lazos sociales o laborales con personas situadas fuera de estos territorios y complica la movilidad por los altos costos de transporte. Pero, además, la estigmatización por lugar de residencia opera negativamente sobre sus habitantes, que se ven obligados a mentir sobre la localización de su hogar, por ejemplo a la hora de buscar trabajo. “Esto afianza la percepción, falsa pero muy extendida, de que los problemas que aquejan a las favelas y periferias tienen que ver con las características propias de estos lugares y no con la organización general de la ciudad”, escribió Queiroz Ribeiro en la última edición de Le Monde Diplomatique Brasil.

En suma, la discriminación residencial refuerza las diferencias de origen social, nivel educativo o color de piel. Y por eso resultan especialmente desafortunadas las declaraciones del gobernador bonaerense, Daniel Scioli, acerca de las villas como “aguantaderos”, “lugares de alta peligrosidad”, en muchos casos “inaccesibles para la policía” en los que los delincuentes “tienen condiciones para poder refugiarse”. La discriminación que sufren sus habitantes y el trato brutal por parte de las fuerzas de seguridad difícilmente mejorarán si la respuesta de la máxima autoridad política se limita a eso. Porque aunque Scioli habló también de la necesidad de urbanizar las villas, abrir calles y poner luces, una estrategia obviamente progresista de inclusión social, lo cierto es que la idea existe desde siempre y nunca termina de concretarse, sencillamente porque las villas no son un problema de organización urbana, sino la cara visible de tendencias sociales y económicas mucho más profundas (y difíciles de resolver, por supuesto).

Las declaraciones del gobernador avanzaron también sobre el delicado tema de la baja de la edad de imputabilidad, con el argumento de que dio buenos resultados en Brasil y México, aunque cabe preguntarse exactamente a qué se refiere Scioli con progresos en estos dos países, que se encuentran entre los más peligrosos y violentos del continente. En cuanto a Uruguay, el otro caso mencionado, es cierto que la situación es comparativamente buena, pero atribuible menos a las reformas penales que a la historia de cohesión social que caracteriza a esta pequeña nación de clase media. Es hasta cansador volver sobre los argumentos y tal vez sea mejor recurrir a un simple cuadrito de doble entrada (ver cuadro).

La política de seguridad de la provincia de Buenos Aires ha sido una de las más erráticas y peligrosas de todas las implementadas desde el retorno de la democracia, como revela el simple recuento de los ministros: de León Arslanian a Carlos Ruckauf, pasando por Juan Pablo Cafiero, para volver de nuevo a Arslanian, hasta llegar a Carlos Stornelli, expresión del complejo policial-judicial e integrante de un gabinete ecléctico y contradictorio.

Pero quizá la responsabilidad no haya que ponerla en Scioli, que durante la campaña electoral fue deliberadamente ambiguo en este tema, sino en la dificultad de las corrientes progresistas para elaborar una respuesta consistente al problema y sostenerla políticamente, en una reedición de la táctica del avestruz de los ’80. En aquel momento, cuando la crisis de inflación y deuda externa acabó con el modelo de sustitución de importaciones y arrasó con la popularidad de los primeros presidentes posautoritarios, la izquierda no logró construir una respuesta económica sólida, que finalmente llegó por derecha, vía ajuste neoliberal y Consenso de Washington.

Durante años, el progresismo prefirió esquivar el tema de la seguridad, un poco como resultado de un diagnóstico simplista (considerar a la inseguridad como un subproducto automático de la pobreza), otro poco por el rechazo a utilizar la represión legítima generado por las dictaduras, o simplemente por pereza. Mientras tanto, se fue construyendo una respuesta, ciertamente equivocada, pero respuesta al fin: más policías, más penas, más cárceles. Una década de neoliberalismo fue el resultado fatal de la debilidad de las alternativas progresistas a la crisis de la deuda. No es tan difícil prever qué ocurrirá con la inseguridad.



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El tamaño del paso (Por Eduardo Aliverti)

¿Es lo mismo el carácter histórico de un fallo judicial que su trascendencia política?

No parece haberse profundizado en la diferencia entre una cosa y la otra tras el dictamen de la Corte Suprema sobre libertad sindical. Está fuera de duda lo relevante de que elegir un delegado no sea patrimonio exclusivo de las organizaciones gremiales reconocidas por ley. Como en toda instancia de este tipo, después viene la discusión acerca de cómo se consuma. Si apenas en las empresas estatales o si también en las privadas. Pero es la Corte. La que marca la cancha, nada menos, y de allí el revuelo que se armó. Sin embargo, se ve como necesario recordar que los jugadores no los pone la Justicia ni ningún otro actor institucional. Los ubica el realismo según la dinámica de la confrontación política, y los tiempos que esa realidad determina son infinitamente más ejecutivos y veloces que un expediente. Sólo por seleccionar entre una multitud de ejemplos, meses antes de corralito y corralón el Congreso había sancionado que los depósitos bancarios eran intocables. Y reconocimientos igualmente cortesanos sobre derechos de trabajadores y jubilados terminaron al arbitrio de la razón del más fuerte, con pagos en bonos hasta más ver.
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Por supuesto, disponer de una arquitectura normativa que asegure inmunidades es una condición muy importante para poder hacer tranquilo la política: es el modo en que la clase dominante resguarda su disfraz democrático. A lo largo de los ’90, el alud menemista de remate del Estado, privatizaciones, desprotección de los trabajadores, manipulación numérica de la Corte, se amparó en el andamiaje legalista que los liberales denominan “seguridad jurídica”. Sirvió para que su ofensiva dispusiera de un paraguas permisivo, pero no fue eso lo que determinó su éxito. Fue un clima de época, el apoyo popular, una oposición desguarnecida y, cómo no, la complicidad de los capitostes sindicales. La licitud fue un aporte de impunidad a esos factores principales, y en verdad siempre lo es porque opera como efecto y no como causa de las relaciones de poder. Es el imperio de los hechos lo que estipula si los reglamentos responden a un escenario real o a una abstracción. Para el caso, que vayan a aumentar las comisiones de delegados puede nacer, por cierto, desde la confianza de los trabajadores en una legislación renovada que les dé garantías protectoras. Pero su verdadera eficacia no estará dada por eso, sino por la conciencia de esos mismos trabajadores en cuanto a su lucidez política y disposición de lucha.

Visto desde una perspectiva progresista, que los gordos de la CGT estén entre alertas y furiosos por el fallo de la Corte habla de una noticia que debe ser bienvenida (aunque debe tenerse la prevención de no caer en una mirada gorila que se satisface por ese solo motivo: en silencio, el establishment más bien festeja la noticia porque colige que puede acentuar la fragmentación sindical). La medida podría afectarles los feudos porque un eventual crecimiento del número de sindicatos y centrales reconocidos mermaría la recaudación de sus cajas cautivas. O porque también podrían aumentar los habilitados para discutir salarios y convenciones colectivas. Pero puede haber la equivocación de inferir que, a partir de ahí, el camino queda casi definitivamente allanado para avanzar en una mejor defensa de los intereses de la clase trabajadora. Eso no se resuelve en la Justicia. Se lo hace en la correlación de fuerzas entre los unos y los otros, y no en la letra de una ley o sentencia jurídica. En los gestos y la determinación que adopte el Gobierno para mostrar su deseo firme, y no sólo declamado, de promover a nuevos actores sociales que impliquen apostar al bueno por conocer y no al malo conocido. En tomar nota de que, al fin y al cabo y en la mejor hipótesis, estamos hablando de la muy minoritaria porción de sindicalizados preferentemente en grandes empresas, públicas o privadas, mientras la mayoría está encerrada entre el negreo y el empleo precario (aspecto que, de vuelta, queda afuera del debate). En definitiva: en el registro de que alentar un cambio sustantivo de la influencia de los trabajadores, con más y mejores dirigentes, se estimula afectando el interés de los sectores del privilegio entre los cuales se cuentan, precisamente, las viejas guardias sindicales.

Según todo lo indica, lo fallado por la Corte dejó en el kirchnerismo mucho más disgusto, o preocupación, que complacencia. A más de que las declaraciones de los funcionarios consistieron en apartarse del asunto, superpuesto con el fallo le pegaron una patada al superintendente del servicio de Salud y lo reemplazaron con un hombre muy cercano a Hugo Moyano, a pesar de que pudiera no ser el candidato de éste y de que cuenta con el aval de Graciela Ocaña. Es cierto que la imagen que pesaba sobre el desplazado Héctor Capaccioli por su manejo de fondos ya no daba para más, tanto como su enfrentamiento con la ministra. Pero es muy difícil no relacionar lo decidido con el golpe acusado por la CGT tras el veredicto de la Corte. Los burócratas cegetistas son interpretados como indispensables para aplacar la conflictividad social, que encima aparece azuzada por el influjo de la crisis económica mundial; y llovido sobre mojado, se viene un año de elecciones nacionales. La apuesta oficial es antes por el control que por la fuga hacia delante. Y es así que sigue sin hablarse una palabra de cambios en el sistema impositivo, capaz de continuar castigando a los sectores medios y populares. O en el mundo financiero, por fuera de algunas medidas técnicas insustanciales en comparación con su eterno festín de operaciones desgravadas. El Gobierno juega a salvarse con lo que hay, sin por eso dejar de reconocer algunas iniciativas, como la reestatización jubilatoria, que apuntan a recuperar poder del Estado sobre áreas clave del ingreso (aunque no sobre su distribución). Entre las estrellas de ese pragmatismo está la protección de los caciques sindicales. El fallo de la Corte coloca al oficialismo en la disyuntiva de aprovecharlo o hacerse el desentendido. Lo primero, reconociendo de una vez por todas la personería gremial de la CTA, significaría que el Gran Relato de su discurso progre avanza hacia un asentamiento real. Lo segundo, sencillamente lo contrario.

Pasó algo muy importante en un tribunal. En el máximo. Pero cabe recordar que significativo, representativo y trascendente no son la misma cosa. La sentencia de los supremos significa un paso judicial inédito y representa que hay una Corte que, por fin, merece respeto. Si tiene trascendencia, en cambio, sólo se verá en el mundo político real, con el Gobierno a la cabeza.




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13.11.08

Los Niños Fumigados de la Soja

El 'mosquito' es una máquina que vuela bajo y 'riega' una nube de plaguicida.
CHICOS ROCIADOS CON PESTICIDAS TRABAJAN COMO BANDERAS HUMANAS.
Escrito por Diario La Capital - Rosario -



'A veces me agarra dolor de cabeza en el medio del campo. Yo siempre llevo remera con cuello alto para taparme la cara y la cabeza'.
Gentileza de Arturo Avellaneda arturavellaneda@ msn.com

LOS NIÑOS FUMIGADOS DE LA SOJA

Argentina / Norte de la provincia de Santa Fe
Diario La Capital
Las Petacas, Santa Fe,
29 septiembre 2006

El viejo territorio de La Forestal, la empresa inglesa que arrasó con el quebracho colorado, embolsó millones de libras esterlinas en ganancias, convirtió bosques en desiertos, abandonó decenas de pueblos en el agujero negro de la desocupación y gozó de la complicidad de administraciones nacionales, provinciales y regionales durante más de ochenta años.
Las Petacas se llama el exacto escenario del segundo estado argentino donde los pibes son usados como señales para fumigar.
Chicos que serán rociados con herbicidas y pesticidas mientras trabajan como postes, como banderas humanas y luego serán reemplazados por otros.
'Primero se comienza a fumigar en las esquinas, lo que se llama 'esquinero'.
Después, hay que contar 24 pasos hacia un costado desde el último lugar donde pasó el 'mosquito', desde el punto del medio de la máquina y pararse allí', dice uno de los pibes entre los catorce y dieciséis años de edad.
El 'mosquito' es una máquina que vuela bajo y 'riega' una nube de plaguicida.. .
Para que el conductor sepa dónde tiene que fumigar, los productores agropecuarios de la zona encontraron una solución económica: chicos de menos de 16 años, se paran con una bandera en el sitio a fumigar..
Los rocían con 'Randap' y a veces '2-4 D' (herbicidas usados sobre todo para cultivar soja). También tiran insecticidas y mata yuyos.
Tienen un olor fuertísimo.
'A veces también ayudamos a cargar el tanque. Cuando hay viento en contra nos da la nube y nos moja toda la cara', describe el niño señal, el pibe que será contaminado, el número que apenas alguien tendrá en cuenta para un módico presupuesto de inversiones en el norte santafesino.
No hay protección de ningún tipo.
Y cuando señalan el campo para que pase el mosquito cobran entre veinte y veinticinco centavos la hectárea y cincuenta centavos cuando el plaguicida se esparce desde un tractor que 'va más lerdo', dice uno de los chicos.
'Con el 'mosquito' hacen 100 o 150 hectáreas por día. Se trabaja con dos banderilleros, uno para la ida y otro para la vuelta. Trabajamos desde que sale el sol hasta la nochecita. A veces nos dan de comer ahí y otras nos traen a casa, depende del productor', agregan los entrevistados.
Uno de los chicos dice que sabe que esos líquidos le puede hacer mal: 'Que tengamos cáncer', ejemplifica. 'Hace tres o cuatro años que trabajamos en esto. En los tiempos de calor hay que aguantárselo al rayo del sol y encima el olor de ese líquido te revienta la cabeza.
A veces me agarra dolor de cabeza en el medio del campo. Yo siempre llevo remera con cuello alto para taparme la cara y la cabeza', dicen las voces de los pibes envenenados.
-Nos buscan dos productores.
Cada uno tiene su gente, pero algunos no porque usan banderillero satelital.
Hacemos un descanso al mediodía y caminamos 200 hectáreas por día.
No nos cansamos mucho porque estamos acostumbrados.
A mí me dolía la cabeza y temblaba todo. Fui al médico y me dijo que era por el trabajo que hacía, que estaba enfermo por eso', remarcan los niños.
El padre de los pibes ya no puede acompañar a sus hijos. No soporta más las hinchazones del estómago, contó. 'No tenemos otra opción. Necesitamos hacer cualquier trabajo', dice el papá cuando intenta explicar por qué sus hijos se exponen a semejante asesinato en etapas.
La Agrupación de Vecinos Autoconvocados de Las Petacas y la Fundación para la Defensa del Ambiente habían emplazado al presidente comunal Miguel Ángel Battistelli para que elabore un programa de erradicación de actividades contaminantes relacionadas con las explotaciones agropecuarias y el uso de agroquímicos.
No hubo avances.
Los pibes siguen de banderas.
Es en Las Petacas, norte profundo santafesino, donde todavía siguen vivas las garras de los continuadores de La Forestal.

Fuente: Diario La Capital, Rosario, Argentina
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6.11.08

Aniversario y deuda (Por Eduardo Aliverti)

Los 25 años del retorno a las urnas tras la noche más tétrica vinieron a coincidir con algunas muestras sobresalientes de un aspecto, central, que la democracia no pudo resolver.

En aquellos días del ’83 había una conmovedora excitación positiva y, según el paso del tiempo demostraría, una gran ingenuidad. O por lo menos, una enorme relajación. Asumida la sorpresa por la derrota del peronismo, la inmensa mayoría de la clase media y también numerosas franjas populares -sin cuyo concurso hubiera sido imposible vencer al PJ- se permitieron bañarse en manantiales de expectativas favorables. Y estaba bien, o era comprensible. No había lugar para otra cosa. Aun para quienes dudaban de la determinación ideológica del alfonsinismo, respecto de torcer el rumbo desquiciante dejado por la dictadura, lo único posible era pensar que tal vez no se avanzaría en nada, o muy poco, con la histórica hibridez de los radicales; pero que de ninguna manera podía hacérselo con el anquilosado aparato de los dinosaurios peronistas. Se vería, en todo caso. Lo indudable es que el solo hecho de volver a las formas democráticas, al cabo de una gestión de asesinos, puso al punto de las libertades civiles muy por encima de la reconstrucción económica con sentido de justicia social. El aire que pasaría a respirarse, la probabilidad de juzgar a los genocidas, la ilusión despertada por gente de imagen presentable, fueron la tabla esperanzadora de que se tomó una sociedad que podía no tener claro lo que sí, pero sí lo que no. Alfonsín asumiría bajo ese clima y sobrevivió bien durante más de un par de años con medidas quizá impensables para los límites de un gobierno burgués, como el juicio a las Juntas. Y fue “ayudado” por el temor de que las críticas contribuyeran a desestabilizarlo, en medio de una desconfianza no justificada, aunque sí atendible, en torno de que los militares produjesen un nuevo asalto al poder. Pero por debajo de esa superficie subyacían prepotentes una deuda externa alucinante; la probabilidad fracasada de armar un club de países deudores; la subsistencia de las dictaduras continentales; alrededor de 200 mil puestos industriales perdidos; una estructura estatal arruinada y la ofensiva arrasadora de la etapa especulativo-financiera del capitalismo mundial, ya entonces motorizada por la revolución tecnológica.
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El gobierno alfonsinista careció de respuestas frente a esa andanada de problemas heredados y nuevo escenario. En 1985 forzó la jugada del Plan Austral, finalmente manifestado como una mera reingeniería monetaria, y en 1987 terminaría quebrando la confianza popular entre una economía que no reaccionaba y la rendición ante los carapintada. De ahí en adelante, sólo era asunto de acertar cuánto insumiría el derrumbe. Perdió las elecciones de ese año a manos del peronismo “renovador”, el “mercado” le propinó el nocaut con la hiperinflación, lo renovador terminó siendo la rata, y la rata sinceró todo con el remate nacional más espeluznante de que se tenga registro en un país latinoamericano con fuerte tradición de Estado, movilidad social ascendente e índices sanitarios y educativos asimilables, y hasta superiores, a los del primer mundo. La burguesía presuntamente nacional a la que el alfonsinismo apostó, conocida entonces como “los capitanes de la industria”, vendió todo lo que tenía al mejor postor. El ardid monetarista que le fracasó a Alfonsín se llamó luego “convertibilidad” y el conjunto popular avaló lo actuado por el roedor con más del 50 por ciento de los votos, tanto como había confiado en la tablita cambiaria de Martínez de Hoz. No mucho después sobrevendría la repetida derrucción de la fantasía, siempre tarde. Hubo así el período patético de la Alianza, previo autoconvencimiento de que el mismo modelo podía ser eficaz con el simple expediente de acabar con la corrupción. Eso terminó en la crisis más grande la historia argentina. Y poco menos que de casualidad apareció y se desarrolló un esquema basado en el ahorro fiscal, con nutriente en los precios despampanantes de las materias primas que Argentina exporta. Lo cual duró o dura más o menos hasta hoy, en que ese ciclo de la valorización financiera del capital, sin anclaje en los bienes materiales realmente existentes, provoca el terremoto mundial.

Un hilo conductor de estos 25 años es el fracaso, las limitaciones o la complicidad de la dirigencia política -con la contribución inestimable de la voluntad o aceptación popular- para revertir esa correlación de fuerzas con los bloques dominantes. Lo que se escucha por estos días, a propósito de retenciones agrícolas, reestatización del sistema jubilatorio e intervención del Estado en general, en términos de operaciones de prensa, amenazas del establishment y discurso hegemónico (todo en igual paquete, por cierto), es exactamente lo mismo que -con sus alternativas temporales- viene imponiéndose desde aquel tiempo que sólo ubicó sus miras en la formalidad democrática. Presión sobre el dólar, aislamiento externo, inseguridad jurídica, riesgo-país, gasto público, déficit fiscal, dirigismo estatista, inflación desbocada, confiscación de ahorros, son la batería semántica con que los dueños de la torta generan imaginario de inestabilidad, tumban gobiernos, se apropian de las mentes de los incautos, atemorizan. Y lo más espectacular es que se otorgan la licencia de continuar haciéndolo en medio de que los Estados de los países centrales tuvieran que salir al rescate de sus bestias financieras. Lo que debería ser sin un segundo de duda el descalabro definitivo del pensamiento neoliberal (nunca se explica porqué anteceden el prefijo), resulta que no es la victoria o el adelantamiento del progresismo, de la izquierda o de cómo quiera llamársele. Hay algunas señales interesantes en América Latina, pero todavía no alcanzan dimensión equiparable a lo que fue y es la victoria cultural de la derecha. Llevará su tiempo, en el mejor de los casos; pero el destino lo fijan los pueblos y sus dirigentes con la actitud que adopten, y no las tendencias históricas supuestamente irreversibles. En Argentina hay un polo conservador inmenso, hoy mucho más de espacio social que de articulación política. Ya lo demostró el conflicto con los campestres, y ahora las resistencias a que se termine el negociado obsceno de las AFJP (comprensibles en buen grado, debido a las inmensas desprolijidades y sospechas que despierta el kirchnerismo, pero no por eso justificables en lo ideológico).

En el repaso de estos 25 años se constata que los progresos en las libertades individuales y políticas son importantes. Muy importantes. Y deben ser celebrados como piso. El tema es que, al repararse en la libertad como una cuestión que termina siendo de la clase a que se pertenece, resta saber cuántas ganas hay para enfrentar y afectar el interés de los núcleos del poder económico. Con un Estado anémico o irresoluto, que no sea capaz de resolver las necesidades básicas de las mayorías, las sociedades culminan arrojadas, recurrentemente, al palabrerío o los brazos de sus opresores más temibles. Eso es lo que hay, sin ir más lejos, en la reinstalación mediática de la “inseguridad” a partir del increíble debate sobre la edad en que los menores deben ser imputables. Eso es lo que hay cuando el miedo acomete a los sectores medios, y se insiste en suplir la protección social con cárcel y a los tiros. Eso es lo que hay cuando quienes promovieron el vaciamiento del Estado le piden auxilio.

Y cuando hay eso, la democracia corre el riesgo de acabar por ser nada más que una palabra.

MARCA DE RADIO, sábado 1 de noviembre 2008.




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"Una pulga no puede picar a una locomotora, pero puede llenar de ronchas al maquinista" (Libertad, amiga de Mafalda)