Cuando las cacerolas del lunes pasado se remitían a algunas esquinas porteñas y puntos de ciudades del interior, pero sin extensión al conurbano bonaerense ni a las barriadas populares, quedó fotografiado en buena medida el paisaje social que acompaña al conflicto entre el Gobierno y el movimiento campestre.
Eso no significa, ni mucho menos, que en los sectores bajos de la sociedad haya conformismo absoluto con el rumbo gubernamental. Pero sí que, por fuera de las consecuencias inflacionarias que la gauchocracia motorizó con sus cortes de ruta y su reticencia a despachar mercadería, el choque no alcanza a prender en el zócalo de la pirámide social. Dato considerable, porque una cosa es que la clase media sea quien fije el humor colectivo que los grandes medios estimulan o reproducen. Y otra muy distinta es que sin el concurso de las franjas populares pueda consolidarse un clima de desestabilización. Esos conglomerados son, por ahora, espectadores. Y la propia clase media está dividida, en partes presumiblemente similares, entre las porciones más acomodadas, de antiperonismo rabioso, y aquellas que -también sin perjuicio de su malestar con varias de las políticas y modos oficialistas- presentan un respaldo crítico o pasivo hacia el Gobierno (influido, tal vez con prioridad, por lo espantoso de lo que se le junta enfrente). El panorama se completa con la ausencia de liderazgo político, entre otras causas porque la Presidenta no logra esquivar los resplandores de la actividad de su marido. No se trata del cuestionamiento a que haya un comando bifronte, porque siempre estuvo claro que los Kirchner son una sociedad matrimonial para el ejercicio del poder. Se trata de que, en lugar de esa obviedad, la imagen consiste en que es él quien timonea y decide; y quien sigue conduciendo a un gobierno de escasísimas figuras, que se encierra en sí mismo y que no es capaz de abrir juego más allá de algunos aliados de aparato. Como la oposición no existe, funciona hacia dentro del propio peronismo por aquello de que los vacíos no se llevan bien con la política. Y de allí las reacciones enojosas de algunos gobernadores y dirigentes del partido, y aledaños radicales, tironeados entre la fidelidad identitaria y la situación en las provincias.
Tras la conferencia de prensa del ex presidente y el acto con Cristina, más la resolución de dar trámite parlamentario a las retenciones, se creyó que esas diferencias quedaban licuadas y que habían conseguido alinear a la tropa. Pero resulta incierto. Para temprano es tarde y el Gobierno, a la primera dificultad seria que encuentra en cinco años, paga las consecuencias de ese carácter con rasgos autistas. Es por allí donde pudo colarse un conjunto de chacareros desaforados que tomó de rehén a todo el país, en ocultado nombre de los intereses exportadores oligopólicos. Y entró en escena ese nuevo sujeto social que conforman las clases medias de renta agraria, en las ciudades y pueblos de la pampa húmeda, producto de la sojización. Era difícil, desde ya, prever la magnitud de lo que ocurriría. No sería una crítica honesta pretender que las autoridades hubieran contado con una bola de cristal capaz de prever que la Federación Agraria trabajaría, codo a codo, con los símbolos de la no tan vieja oligarquía. No era fácil medir la influencia que ejerce entre ese grupo de los campestres el Partido Comunista Revolucionario: “los chinos”, como son conocidos por sus inclinaciones maoístas que eternizan la consideración del campesinado como sujeto revolucionario clave (y que en 1976 caracterizaron como “prosoviético” el golpe de Estado), están mucho más de lo que parece tras el “cuanto peor, mejor” que ha sacado de quicio a productores agrícolas y rentistas. Algo más fácil de calcular, en cambio, podía ser la manera en que algunos sectores medios de las grandes urbes –donde de hecho el kirchnerismo perdió las elecciones- se sumarían a la cruzada de la República Sojera; por lo menos, en términos del pésimo humor que despiertan algunas barrabasadas gubernamentales, como la obscena manipulación de los índices inflacionarios, o el lanzamiento al ruedo de personajes compatibles con la idea de “fuerzas de choque” paraoficiales.
Metida la pata de haber procedido con desdén en el aumento de las retenciones, el Gobierno continuó ejercitando una torpeza comunicacional asombrosa hasta que, hacia la mitad o última parte de lo que va del conflicto, descubrió que las proporciones del adversario podían permitirle una más que interesante construcción de topetazo dialéctico: tenemos contradicciones, pero si no se resuelven hacia dentro del oficialismo, o con una masa de apoyo crítico, hay el riesgo de quedar desplazados por lo peor de la derecha. Lo cual no deja de ser cierto porque, en efecto, circundando a los productores agrícolas y rentistas varios se aglutinó lo más granado de los sectores reaccionarios. Cómplices del genocidio procesista; medios de comunicación nutridos por la inversión publicitaria de las compañías de agronegocios; sectas de izquierda tan extraviadas como siempre y un grueso social pronto para no elevar la vista más allá de sus conflictos cotidianos, propios de las grandes urbes. Más una oposición con algunos referentes que, en realidad, lo son antes del malestar que de la construcción política. En semejante escenario no es de extrañar que Elisa Carrió compare a Néstor Kirchner con Adolfo Hitler, y que los medios hablen de “represión” por haberle dejado la panza al aire a Alfredo De Angeli. O de “explosión social”, como se escuchó decir en la televisión, la noche del lunes pasado, cuando las cámaras registraban el tronar de las cacerolas en Callao y Santa Fe, y Cabildo y Juramento.
La sentencia borgeana de que los peronistas no son ni buenos ni malos, sino incorregibles, se presta por estos días a renovadas menciones debido a que todo el folklore de las tradiciones justicialistas salió a la cancha. El pragmatismo, la picaresca, el extremizar las tensiones, las frases altisonantes, el relato de los grandes enfrentamientos que hacen falta. Un populismo único en el mundo, que puede girar a la derecha y a la izquierda con idéntica naturalidad. Y cuando lo hace en esta última dirección, como en el tímido caso de los Kirchner, lo que se le planta delante es enormemente más peligroso. Como lo señaló José Pablo Feinmann, en su contratapa de Página/12 hace algunas semanas: lo que hay, o lo peor.
Eso es lo que hoy está en danza en Argentina, al margen de que haya sido disparado por punto más o punto menos de los derechos extraordinarios de exportación que se le cobran al “campo”. Un gobierno con muchas cosas de derecha y que con cierta audacia podría conceptuarse como conservador de centro-izquierda, contra la misma derecha de siempre más el aporte de los nuevos actores sojeros del interior. En la coyuntura es probable que venza el Gobierno. A mediano plazo, en esta sociedad histérica, nadie lo sabe.
MARCA DE RADIO, sábado 21 de junio de 2008.