Ni la discriminación ni la cuestión de las minorías formaban parte de la agenda clásica de la izquierda. En 1961, el gobierno de Fidel Castro lanzó una serie de redadas en La Habana con el objetivo de detener a prostitutas y homosexuales, que, con el argumento de que no podían formar parte de las fuerzas armadas y participar en la defensa militar contra el imperio, fueron confinados a las Unidades Militares de Ayuda a la Producción. Para ello, el gobierno revolucionario se amparaba en la “Ley de ostentación homosexual”, que recién fue derogada del Código Penal en 1988.
En 1983, el gobierno sandinista de Daniel Ortega ordenó la relocalización autoritaria de las comunidades de indígenas miskitos de la orilla del hermoso río Coco bajo la acusación de que colaboraban con la contra, lo que le generó serias denuncias de matanzas y hasta un proceso por genocidio. Por su parte, la Revolución Nacional Boliviana de 1952, que algunos califican como la más radical del siglo XX sudamericano, encaró un proyecto de homogeneización mestiza dentro del cual la cuestión indígena no ocupaba un lugar.
Y no es que los viejos comandantes ignoraran estas cuestiones, sino que se amparaban en la idea de que la igualación económica acabaría automáticamente con todas las demás inequidades, un supuesto que se fue disolviendo con los años. Fueron sobre todo la globalización y la redemocratización las que introdujeron en las anquilosadas agendas izquierdistas la cuestión de la interseccionalidad de las discriminaciones, la idea de que las diferencias sociales, de género, raza y etnia no son excluyentes, sino que, por el contrario, se retroalimentan unas a otras, y que para acabar con una es necesario atacarlas a todas.
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Hoy prácticamente todos los gobiernos han incorporado el tema de las minorías cualitativas (mujeres, indígenas en los países andinos) o cuantitativas (indígenas en el Cono Sur, minorías sexuales) a sus repertorios de políticas públicas. Uno de los esfuerzos más importantes en este sentido fue la decisión de Lula de crear la Secretaría Especial de Política de Promoción de la Igualdad Racial (Seppir), que busca, como la Secretaría de la Mujer, transversalizar los criterios de equidad racial a la totalidad de las políticas de Estado.
Como parte de las corrientes que ponen el foco en el carácter mutuamente potenciador de las discriminaciones, la segregación residencial ha ido cobrando una importancia cada vez mayor en las investigaciones sociales y económicas. Por ejemplo, estudios realizados por Luiz César Queiroz Ribeiro para el Observatorio de las Metrópolis de Brasil demuestran que trabajadores de baja escolaridad, el mismo origen social y similar color de piel –es decir, los atributos que suelen incidir en la definición de los salarios– ganan menos si viven en una favela que en un barrio cualquiera. El porcentaje es 14 ciento menor en Río de Janeiro, 19 por ciento menor en San Pablo y 21 por ciento en Belo Horizonte.
Vivir en una favela o en una villa dificulta la creación de lazos sociales o laborales con personas situadas fuera de estos territorios y complica la movilidad por los altos costos de transporte. Pero, además, la estigmatización por lugar de residencia opera negativamente sobre sus habitantes, que se ven obligados a mentir sobre la localización de su hogar, por ejemplo a la hora de buscar trabajo. “Esto afianza la percepción, falsa pero muy extendida, de que los problemas que aquejan a las favelas y periferias tienen que ver con las características propias de estos lugares y no con la organización general de la ciudad”, escribió Queiroz Ribeiro en la última edición de Le Monde Diplomatique Brasil.
En suma, la discriminación residencial refuerza las diferencias de origen social, nivel educativo o color de piel. Y por eso resultan especialmente desafortunadas las declaraciones del gobernador bonaerense, Daniel Scioli, acerca de las villas como “aguantaderos”, “lugares de alta peligrosidad”, en muchos casos “inaccesibles para la policía” en los que los delincuentes “tienen condiciones para poder refugiarse”. La discriminación que sufren sus habitantes y el trato brutal por parte de las fuerzas de seguridad difícilmente mejorarán si la respuesta de la máxima autoridad política se limita a eso. Porque aunque Scioli habló también de la necesidad de urbanizar las villas, abrir calles y poner luces, una estrategia obviamente progresista de inclusión social, lo cierto es que la idea existe desde siempre y nunca termina de concretarse, sencillamente porque las villas no son un problema de organización urbana, sino la cara visible de tendencias sociales y económicas mucho más profundas (y difíciles de resolver, por supuesto).
Las declaraciones del gobernador avanzaron también sobre el delicado tema de la baja de la edad de imputabilidad, con el argumento de que dio buenos resultados en Brasil y México, aunque cabe preguntarse exactamente a qué se refiere Scioli con progresos en estos dos países, que se encuentran entre los más peligrosos y violentos del continente. En cuanto a Uruguay, el otro caso mencionado, es cierto que la situación es comparativamente buena, pero atribuible menos a las reformas penales que a la historia de cohesión social que caracteriza a esta pequeña nación de clase media. Es hasta cansador volver sobre los argumentos y tal vez sea mejor recurrir a un simple cuadrito de doble entrada (ver cuadro).
La política de seguridad de la provincia de Buenos Aires ha sido una de las más erráticas y peligrosas de todas las implementadas desde el retorno de la democracia, como revela el simple recuento de los ministros: de León Arslanian a Carlos Ruckauf, pasando por Juan Pablo Cafiero, para volver de nuevo a Arslanian, hasta llegar a Carlos Stornelli, expresión del complejo policial-judicial e integrante de un gabinete ecléctico y contradictorio.
Pero quizá la responsabilidad no haya que ponerla en Scioli, que durante la campaña electoral fue deliberadamente ambiguo en este tema, sino en la dificultad de las corrientes progresistas para elaborar una respuesta consistente al problema y sostenerla políticamente, en una reedición de la táctica del avestruz de los ’80. En aquel momento, cuando la crisis de inflación y deuda externa acabó con el modelo de sustitución de importaciones y arrasó con la popularidad de los primeros presidentes posautoritarios, la izquierda no logró construir una respuesta económica sólida, que finalmente llegó por derecha, vía ajuste neoliberal y Consenso de Washington.
Durante años, el progresismo prefirió esquivar el tema de la seguridad, un poco como resultado de un diagnóstico simplista (considerar a la inseguridad como un subproducto automático de la pobreza), otro poco por el rechazo a utilizar la represión legítima generado por las dictaduras, o simplemente por pereza. Mientras tanto, se fue construyendo una respuesta, ciertamente equivocada, pero respuesta al fin: más policías, más penas, más cárceles. Una década de neoliberalismo fue el resultado fatal de la debilidad de las alternativas progresistas a la crisis de la deuda. No es tan difícil prever qué ocurrirá con la inseguridad.