La idealización del sistema democrático de EEUU, en la que se presenta al Congreso de EEUU como la cámara legislativa que refleja el sentir popular de la población estadounidense, explica que muchos medios de información españoles presenten las dificultades que encuentra la reforma sanitaria para su aprobación en el Congreso como consecuencia del temor que tal población tiene supuestamente hacia tal cambio. Tal interpretación es profundamente errónea y refleja un desconocimiento de la realidad política de aquel país. En realidad, todas las encuestas señalan que la mayoría de la población (68%) desea que el Congreso apruebe la universalización de la sanidad, y que sea el Estado el que garantice tal universalización a través del establecimiento de un aseguramiento público. Este sentir incluye también a la mayoría de la profesión médica (“Physicians’ Views on a New Public Insurance Option and Medicare Expansion”, The New England Journal of Medicine, 14-09-2009). La evidencia de ello es robusta y convincente. Entonces, la pregunta que debe hacerse –y no se hace– es por qué ello no ocurre. Y para responder a esta pregunta deben entenderse las enormes deficiencias de la democracia estadounidense, uno de los sistemas menos democráticos de los hoy existentes en la OCDE.
Estas limitaciones se basan en:
1. La privatización del sistema electoral, en el que los senadores y congresistas financian sus campañas primordialmente con fondos provenientes en su gran mayoría de grandes grupos empresariales. Entre ellos están las compañías de seguros privadas (que controlan la gestión de la mayoría de la sanidad) y las compañías farmacéuticas (entre otras) que financian, por ejemplo, el Comité de Financiación del Senado, el comité más importante del Senado en la reforma sanitaria. Su presidente, Baucus, recibió cinco millones de dólares de tales industrias. Los otros cinco miembros claves de tal Comité recibieron cantidades semejantes. Tales empresas financiaron también las candidaturas de Obama. Sólo las compañías de seguros dieron seis millones de dólares a su campaña. Todo esto –que en España se llamaría corrupción– es legal en EEUU. Este sistema de financiación discrimina enormemente a los candidatos de izquierdas que no pueden conseguir los fondos necesarios para competir, durante la campaña electoral, con los otros candidatos en los espacios televisivos, que se venden al mejor postor sin ningún tipo de regulación. Los sindicatos pueden, también, contribuir a la financiación de las campañas, pero sus fondos son minúsculos en comparación con los fondos de las grandes empresas. Es prácticamente imposible que gane un candidato de izquierdas (que cuestione, por ejemplo, el protagonismo de las compañías de seguros en la gestión del sistema sanitario). En ningún país de la OCDE las izquierdas son más débiles que en EEUU (la causa de que no exista un sistema sanitario universal) y ello se debe, en gran parte, a la privatización de las campañas electorales.
2. La falta de proporcionalidad en el sistema electoral, lo cual imposibilita la aparición de un tercer partido. Es un sistema mayoritario en el que el que gana (51% del voto) gana todos los delegados, regla encaminada a reproducir un sistema que tenga sólo dos partidos. Los dos, por cierto, dependen para su financiación de aquellos fondos proveídos por las grandes empresas (que en EEUU se llama Corporate Class). Tal falta de proporcionalidad aparece incluso más marcada en el Senado, donde cada Estado, independientemente de su tamaño, tiene dos senadores. Esto da gran poder a los estados pequeños y poco poblados, rurales y más conservadores, a costa de los estados más poblados, urbanos y más progresistas. Así, los seis senadores del citado Comité de Finanzas representan estados que, todos juntos, suman menos del 2% de la población de aquel país. Existe, así, un enorme sesgo conservador en el Senado, poco representativo del sentir popular del país.
3. La escasísima oportunidad de la población de poder influenciar al Congreso de EEUU. La población es plenamente consciente del maridaje existente entre la clase política, por una parte, y el mundo empresarial y financiero, por otra. De ahí el claro antagonismo hacia Washington, lo que explica que todos los candidatos en las últimas elecciones debieran presentarse como anti Washington. El que se benefició más de este sentimiento fue el candidato Obama, que no procedía del establishment de Washington (y que se había opuesto a la guerra de Irak). La elección de Obama despertó grandes esperanzas de que hubiera un cambio. Un punto central en su programa era la reforma sanitaria. La privatización de la sanidad, en manos de las compañías de seguros, ha creado una situación en la que, a pesar del enorme gasto sanitario (el 17% del PIB de EEUU, cuando en España es de un 6,2% ), no ofrece cobertura a 47 millones de habitantes y se provee una cobertura muy insuficiente a la mayoría de las personas aseguradas. Un detalle que expresa la crueldad del sistema es que más del 40% de las personas que se están muriendo expresan su preocupación de cómo ellos o sus familiares pagarán sus facturas médicas a las compañías de seguros.
El presidente Obama, sin embargo, ha ido pactando su reforma, cediendo en elementos claves. En farmacia, se ha comprometido con la industria farmacéutica a continuar con el acuerdo que el presidente Bush tenía con tal industria, según el cual el Gobierno federal pagaría el precio de los fármacos que la industria impusiera. Y con las compañías de seguros pactó que no limitarían el precio de las pólizas, proveyendo subsidios a las familias que no pudieran pagarlas. También ha renunciado a financiar la reforma a base de impuestos sobre los grupos más pudientes (medida muy popular). Estas y otras cesiones han decepcionado a las bases del partido demócrata, lo cual explica la bajada de su popularidad. Las encuestas señalan que los grupos en los que ha perdido más apoyo han sido precisamente entre los demócratas y los independientes progresistas. Todos estos datos, por cierto, no han aparecido en los cinco medios de información y persuasión de mayor tirada de España.
Vicenç Navarro es Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas de la Universidad Pompeu Fabra y profesor de ‘Public Policy’ en The Johns Hopkins University
Ilustración de Jorge Chamorro
FUENTE: Dominio Público