Los augures parecen querer regresar una y otra vez. Sus profecías, que desean fervientemente que se vuelvan autocumplidas, anuncian la inminencia de la catástrofe. Su retórica, algo agusanada por el uso y el abuso de la predicción fallida, describe un escenario de pesadilla en el que la violencia social completamente salida de cauce terminará por arrojarnos al abismo del desgobierno. Sueñan despiertos con la reproducción hoy, acá y entre nosotros, de aquello acontecido en diciembre de 2001. Alucinan un giro vertiginoso de los tiempos políticos y sociales que lleve al país hacia un estallido brutal que sólo podrá ser detenido por las fuerzas genuinamente republicanas, retaguardia permanente de la patria amenazada por la bestia populista. Sin pudor vociferan la llegada de un vendaval salvífico, de esos que recogen de sus lecturas ultramontanas, aquellas en las que se describe la llegada del Apocalipsis redentor. Miran con ojos de buitres atentos a la primera señal, listos para arrojarse sobre ese cadáver que tanto esperan. Son los heraldos de una violencia que se anuncia y a la que se reclama cada día desde los grandes medios de comunicación, preocupados, estos últimos, en horrorizarse ante las frases de un Maradona exaltado aunque absolutamente despreocupados y cómplices ante esas otras frases que nos hablan de bandas armadas, de piqueteros violentos, de narcos infiltrados en los movimientos sociales y que nos hacen desayunar cada día con los anuncios de un fin arrasador. En estos días el mal lleva el nombre de Milagro Sala y del movimiento Túpac Amaru.
El amigo lector pensará, algo sorprendido, que está ante un texto emanado de los relatos bíblicos o, supondrá, que nos hemos deslizado irreparablemente hacia cuestiones entre esotéricas y milenaristas. Nada de eso. Escuchar a ciertos dirigentes políticos de la oposición más frenética es tropezarse con descripciones mucho más demoledoras y salvajes que las que inician este artículo. No agotan sus metáforas tremendistas, no escatiman recursos verbales para hablarnos de la pobreza, de la crispación, del clima tormentoso anunciador de una violencia social indetenible; se dedican, como cierta pitonisa de mirada paranoica, a construir frases que anticipan giros catastrofales y venganzas inauditas. Y lo dicen sin pudor, sin que la mayoría de los periodistas “independientes”, de esos que siempre nos ofrecen el relato de su propia virtud republicana y democrática, digan absolutamente nada o, cuanto menos, busquen interrogar con cierta distancia crítica a los portadores de profecías tan escandalosas. Quizá no lo hagan porque en su fuero interno, en el secreto de sus posiciones, se sientan a gusto con esas visiones del Armagedón.Entre Elisa Carrió y Gerardo Morales, para nombrar a los dos más ilustres retóricos del fin de los tiempos, podemos llenar las páginas del tremendismo nacional, un tremendismo que ya no se dedica sólo a denostar al Gobierno (táctica que parece ya no ser suficiente para atizar el espíritu de cierta clase media muy dispuesta, aparentemente, a subirse al tren fantasma de la restauración neoliberal), sino que ahora busca saciar su apetito reaccionario yendo contra los movimientos sociales, describiéndolos como bandas de facinerosos que sólo viven de los dineros públicos y de su uso clientelar. Bandas violentas y armadas que se dedican a asustar y a escrachar a honestos dirigentes opositores (transforman un acto menor, aunque no por eso menos repudiable, en un acontecimiento monstruoso, como si el senador Morales hubiera sido casi linchado por una horda de criminales. Nada dijeron, claro, cuando los “chacareros republicanos y virtuosos” de Santa Fe trataron con especial virulencia al diputado Agustín Rossi, ni tampoco se les ocurrió denunciar a quienes se convirtieron, amenazas mediante, durante meses en dueños de las rutas). Disfrutan con la exageración, amasan con placer los distintos componentes que supuestamente harían falta para que de una vez por todas una tormenta purificadora se lleve puesto al Gobierno. Mientras lanzan a los cuatro vientos sus anuncios y sus descripciones, son transformados por la corporación mediática en pacíficos corderos hondamente preocupados por la injusticia y la desigualdad. Para acentuar su inclinación altruista tienen a su lado las voces de una Iglesia que prácticamente se ha convertido en partido político de oposición (en verdad, daría la impresión de que en Argentina, la Iglesia, la de Bergoglio, y la corporación mediática constituyen el eje alrededor del cual gira una oposición desmadrada e incapaz de aprovechar su “triunfo” del 28 de junio).
Es grave, demasiado grave, que quienes se dicen gente de diálogo, quienes se reclaman como fervorosos defensores de la convivencialidad democrática, apuntalen un discurso que guarda una violencia y una crispación a las que supuestamente denuncian como parte de la idiosincrasia kirchnerista y como núcleo de los movimientos sociales. Es grave que en un país que ha conocido épocas dominadas por el terrorismo de Estado se utilicen con una liviandad irresponsable argumentos que carecen de toda verificación (Carrió, Estenssoro y Morales se dedicaron a ofrecer un mapa de ciertos movimientos sociales y de piqueteros como si fueran fuerzas insurgentes, armadas hasta los dientes y preparándose para tomar por asalto el poder. ¿Alguien dará cuenta de estas barbaridades? ¿Algún medio de comunicación les exigirá, a estos tres mosqueteros de causas que huelen mal, explicaciones, datos, pruebas, etcétera, etcétera?). Lo que no dicen es que durante los momentos más dramáticos de la crisis de finales de los ’90, que desembocó en diciembre de 2001 y que luego siguió durante todo 2002, fueron los movimientos sociales, los piqueteros, quienes mostraron una conducta cívica impresionante impidiendo que una violencia anómica, nacida de un país desmembrado con instituciones absolutamente deslegitimadas, se derramara por las calles de las ciudades. Fueron los desocupados, los más golpeados por las políticas neoliberales, los que hablan mal, los invisibilizados, los que contuvieron y encauzaron democráticamente las protestas mientras el “país de los ricos y famosos”, el de los empresarios de éxito y el de los políticos, estaba paralizado y no sabía cómo salir de un atolladero gigantesco que, con sus complicidades, supieron generar. Y ahora quieren arrojar sobre esos movimientos la sospecha de ser los portadores de la violencia. Ironías de una Argentina que suele tener la memoria corta allí donde prefiere ocultar sus propias responsabilidades. La violencia, esa de la que supuestamente hablan y a la que denuncian, ha provenido del poder, de sus injusticias e iniquidades. Contra esa violencia se levantaron con inmenso coraje las organizaciones de desocupados y los movimientos sociales. Ellas pudieron darles un lenguaje a los silenciados, fueron capaces de inventar algo nuevo en el interior de un orden corroído y envilecido. Ellas fueron resguardo de la genuina democracia ante el saqueo y la impudicia de las corporaciones. No todo, claro, ha sido virtuoso ni transparente, lo que exige siempre lucidez en la crítica y capacidad para eludir la tentación del anquilosamiento burocrático y el facilismo clientelístico. Pero es la propia dinámica de las creaciones populares la que podrá revisar sus caminos y no la ofensiva macartista de aquellos que se ofrecen como víctimas cuando han sido, la mayor parte de las veces, victimarios de los olvidados de la historia.
La virulencia irresponsable con la que lanzan acusaciones que, en otro tiempo argentino, supusieron liberar la máquina represiva, descompone la idea y la práctica de la democracia para dejar paso a los discursos de la beligerancia. Se trata de hacer proliferar un clima de crispación extrema, de multiplicar un relato que vaya infectando la vida cotidiana por las señales inequívocas de un estallido por venir. No les interesa el debate democrático, tampoco el procesamiento mesurado de las discrepancias; piensan, están convencidos, que ha llegado la hora de las palabras contundentes asociadas a denuncias espectaculares que despachan en una sola frase la extraordinaria saga de movimientos sociales que fueron expresión de una dignidad inexistente en la mayor parte de la sociedad acomodada. Su discurso es peligroso al mismo tiempo que falaz, pone en cuestión su identificación con el orden democrático allí donde no hacen otra cosa que hablar delirantemente de fascismo cuando no tienen argumentos para confrontar políticamente con sus adversarios. Pero el problema no lo tienen quienes así actúan y piensan, el problema lo tenemos todos aquellos que seguimos sosteniendo la idea de una democracia que sea capaz de procesar sus conflictos sin eliminarlos, que sepa profundizar un itinerario hacia la justicia y la mayor equidad sabiendo que todo proceso cuestiona intereses poderosos. Mientras tanto seguiremos siendo testigos de los anunciadores del fuego, tendremos que seguir viendo y escuchando, casi como si fuera en cadena nacional, que se acerca el día de la catástrofe tan deseada.
Habitar la democracia, recrearla continuamente, darle rienda suelta a nuestra capacidad de invención es también salir al cruce de estas retóricas del fin del mundo, de estos augurios apocalípticos que lo único que buscan es maniatar a la propia democracia confinándola a ser una caja vacía, un mero lenguaje formal sin posibilidad alguna de amplificar las voces de los incontables, de esos mismos que hoy son denunciados como los portadores de “la violencia y la criminalidad”. Es nuestra responsabilidad cuidar la convivencia democrática, y cuidarla significa también ser capaces de revisar críticamente nuestras actitudes y nuestros gestos, saber innovar y superar lo que tal vez no sea pertinente para esta actualidad. El desafío de todos aquellos que imaginamos una travesía argentina en clave emancipatoria es no dejarnos ganar por el dogmatismo ni por las retóricas facilistas. Debemos aprender mucho de las experiencias y las vicisitudes de quienes salieron a la luz del día para colocar una palabra reprimida y olvidada; pero también aquellos que han sabido ponerse a la cabeza de esas demandas silenciadas durante tanto tiempo tendrán que ser capaces de andar con los ojos bien abiertos para no solo cuidarse de las acechanzas del poder sino, más difícil todavía, de sus propias certezas.
* Doctor en Filosofía, profesor de la UBA.