La cumbre de Unasur en Bariloche ha reafirmado su creciente unidad y autonomía regional. La pregunta es quién decide sobre las bases de Estados Unidos en Colombia: un Barack Obama cada vez más cercado o el poderoso complejo militar-industrial.
Por primera vez en la historia, los doce presidentes que integran América del Sur discutieron en forma abierta y multilateral el espinoso tema de la injerencia militar norteamericana en la región.
Que EE.UU. ha mantenido una constante presencia de sus tropas (a través de bases, ejercicios militares conjuntos con nuestros países u operaciones “humanitarias”) no es una novedad. Sí lo es el hecho de que se hayan discutido y difundido por T V, para quien quisiera enterarse, los planes, intereses y estrategias que tiene el ejército más poderoso del mundo sobre nuestro futuro. Un escenario como el de la cumbre de Unasur (Unión de Naciones Suramericanas) en Bariloche el último 28 de agosto era absolutamente inimaginable apenas una década atrás, no sólo por la exposición pública de datos que hasta ahora tenía una circulación restringida (como el documento del Pentágono presentado por el venezolano Hugo Chávez que da cuenta de las intenciones “non sanctas” del Comando Sur para nuestra región) sino porque se dejaron planteados preguntas y objetivos fundamentales. Una de las más importantes estuvo a cargo del presidente de Brasil, Lula da Silva, que, tras recordar que Sudamérica es la única zona en el mundo donde no existe ni un solo conflicto bélico, preguntó: “¿Qué queremos construir en nuestra región, un clima de paz o uno de guerra? La idea de un conflicto en Sudamérica sería algo terriblemente malo para nuestro desarrollo”. E inmediatamente se interrogó: “¿Cuál es el rol de EE.UU. en Sudamérica? Tenemos que solicitar una reunión con el presidente Barack Obama para dilucidar este punto”. Y aunque en la declaración final no figuró la posibilidad de pedir este encuentro con el norteamericano (lo que para muchos fue uno de los fracasos de la cumbre, el otro fue que no figurara explícitamente el rechazo a las bases norteamericanas en Colombia) quedó clara cuál es la dirección hacia la que se dirige Unasur. EE.UU., por su parte, se limitó a enviar a la Argentina, un día antes de la cumbre de Bariloche, al vicesecretario de Asuntos del Hemisferio Occidental, Christopher J. McMullen, que explicó al canciller Jorge Taiana y al jefe de Gabinete Aníbal Fernández que el acuerdo con Colombia es el mismo desde hace muchos años y que su objetivo es “atacar amenazas de seguridad dentro de Colombia, como el narcotráfico y el delito transnacional”.
Es importante analizar las palabras de McMullen que, lejos de tranquilizar, alarman. Varias investigaciones sobre el impacto del combate a la droga diseñado por el Pentágono para América del Sur arrojaron resultados muy negativos. Una de ellas, Droga y democracia en América latina, realizada por Wola (Washington Office on Latin America) es bien clara: “Después de 25 años y de 25 mil millones de dólares no se ha registrado reducción ni en el consumo ni en la disponibilidad de droga en EE.UU. pero, en cambio, los efectos han sido terriblemente negativos en América latina”. El informe detalla minuciosamente cómo el plan norteamericano antidroga “ha dejado daños colaterales como el empobrecimiento desproporcionado de los campesinos (que no encuentran cultivos alternativos para sembrar), el crecimiento de la producción (los cultivos migran de un lugar a otro y se amplían las zonas cultivables cuando son perseguidos) y, finalmente, ha propiciado violaciones a los derechos humanos y minado la democracia en los países donde se producen y trafican drogas”.
La investigación de Wola prueba que es totalmente ineficaz la teoría de que el combate a la droga desde el lugar de origen (cultivo, tránsito, etc.) es la forma de acabar con el flagelo. La ONG reclama en cambio “una nueva política que trate de llegar además a las raíces del problema: la demanda de droga en EE.UU. y los bajos niveles de desarrollo económico en América latina”.
¿BASES? ¿WHAT BASES?
Otro punto de fuerte discusión en Bariloche fue la autonomía de acción que tienen las tropas estadounidenses y el control que Colombia puede ejercer sobre sus propios puestos cedidos al Pentágono. Basado en su experiencia, el presidente Rafael Correa aseguró que Ecuador no pudo tener ningún control durante los diez años que EE.UU. estuvo en su base de Manta (recordemos que justamente el desalojo de esta plaza, a fin de año, obligó a EE.UU. a buscar nuevos asentamientos y Colombia fue el único país de Sudamérica que aceptó). La investigación de Wola descarta cualquier transparencia. “La política antidrogas de EE.UU. está socavando las democracias también de otras maneras. Es común que Washington, a través de su poder diplomático y económico, dicte lo que deben ser las políticas antidrogas en Sudamérica a pesar de la oposición de importantes sectores políticos y de la sociedad civil. En todos los países analizados, las políticas y programas antidrogas se negocian directamente entre funcionarios estadounidenses y un pequeño grupo de la elite local que incluye las fuerzas militares y policiales. Quedan al margen el control legislativo o el debate público.”
En este sentido el acuerdo de Bariloche representa un importante paso dado por la región al incluir la posibilidad de que se organicen controles de Unasur para garantizar el funcionamiento de las bases en Colombia. Por último, otro punto fundamental debatido en Bariloche es el objetivo militar de EE.UU. El documento final proclama una cuestión crucial: que el Consejo de Defensa Sudamericano estudie detalladamente “las estrategias de rutas globales” del Comando Sur que aparecen en el “Libro Blanco” de EE.UU., donde dice claramente que una base en Colombia le permite movilizar aviones hasta el Cabo de Hornos o a África con autonomía de vuelo. Aunque el portavoz del Pentágono dijo que el “Libro Blanco” era sólo un “aporte académico y no una estrategia militar”, varios investigadores norteamericanos creen ver también en esta presencia norteamericana y en su supuesta cruzada antidrogas, un plan de expansionismo hacia el sur.
Esto dice la “Estrategia Militar Nacional de 1997”: “Nuestras fuerzas necesitarán acceso a infraestructura de apoyo en el exterior para proyectar nuestro poder en tiempos de crisis. Una infraestructura que asista a nuestras fuerzas para establecerse rápidamente y posicionarse para dominar cualquier situación. (…) EE.UU. buscará la cooperación de otros gobiernos pero no siempre va a contar con esa cooperación. Teniendo capacidad para penetrar a la fuerza, EE.UU. podrá garantizar el acceso a puertos marítimos y aéreos y a otras instalaciones (…) que le ofrecerán la posibilidad de estar presente allí donde sus intereses lo requieran”.
El giro (o el abrupto abandono) que le imprimió Barack Obama a sus primeras declaraciones en política exterior convierten al tema de las bases en Colombia en un tema aún más peligroso. A finales de marzo, el vicepresidente Joe Biden dijo en Chile que se había acabado “la época en la que les dábamos órdenes”. Y quince días después, en la Cumbre de Trinidad y Tobago, Obama propuso un diálogo entre iguales. “Queremos escuchar y aprender, además de hablar y esa aproximación de respeto mutuo y de buscar intereses comunes servirá a todo el mundo a la larga”. Cuatro meses después, el presidente norteamericano se encuentra casi acorralado. La crisis económica no cede; la guerra en Afganistán empeora; su gran apuesta política –la reforma del plan de salud de EE.UU.– tiene cada vez más desprestigio y los medios de comunicación, fogoneados por los sectores más conservadores del país, reclaman agresividad y mano dura en política exterior. A esto debe sumarse otro factor. Desde hace años la diplomacia estadounidense (el Departamento de Estado) ha cedido terreno, influencia y poder a los militares. Un ejemplo: por la Ley de Asistencia Exterior de 1961, cualquier ayuda militar al extranjero debía ser aprobada por el Congreso, lo que al menos permitía poner requisitos (aunque de alcance limitado) en derechos humanos y democracia. Desde el 11-S, el presupuesto lo ejecuta directamente el Pentágono y no está sometido a ninguna restricción ni control. Esto no ha cambiado con Obama que, por otra parte, ratificó en el cargo a todos los funcionarios del Ministerio de Defensa. Cada vez queda más en duda cuánta es la injerencia que el presidente de los EE.UU. tiene sobre las decisiones militares de su país. Y en ese contexto cabe preguntarse cuán útil sería para la Unasur un diálogo sobre las bases con Obama.
FUENTE: Caras y Caretas