Hay millones de razones para valorar positivamente el decreto 1602/09 que establece la asignación universal por hijo. Millones de chicos, que viven en millones de hogares con estrecheces económicas enormes, serán los beneficiarios. Alrededor de diez mil millones de pesos (que, andando camino, posiblemente sean más) impactarán en sus ingresos, derivarán en la economía local, en buena medida en pequeños comercios. Las provincias, los municipios y el propio fisco nacional disminuirán en millones su gasto en planes afines, pudiendo derivarlo a otras finalidades.
Lo cualitativo, a su vez, vale millones. Cuando el ingreso sea cabalmente universal (lo que requerirá correcciones y adiciones al decreto respectivo, de las que ya se hablará) se habrá consagrado un nuevo derecho ciudadano expandido. A los ojos del cronista el más relevante desde hace más de medio siglo, cuando se legisló el voto femenino. Aún en la transición actual se ha dado un salto de calidad en políticas sociales y se asiste al inicio del plan de ingresos más extendido y generoso de América latina, considerando el conjunto de beneficiarios y el monto, en proporción a la población.
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Revisionismo histórico: El Gobierno revisó su doctrina negativa de años, que juzgaba contradictoria la coexistencia de la promoción del trabajo decente y las políticas sociales universales. Ese paradigma “laborista” tiene su valor como objetivo deseable pero topó con la tozudez de los hechos: la ampliación del conjunto de trabajadores con conchabo formal o “negro” no puso fin a la pobreza por ingresos y a la indigencia. Los tres Kirchner (los dos presidentes y la ministra Alicia) renegaron contra la herramienta que juzgaban un contrapeso a la “cultura del trabajo”. Otros cuadros importantes del oficialismo, como Roberto Lavagna y Alberto Fernández, también fueron resistentes. La CGT tampoco se implicó hasta hace bastante poco, apegada atávicamente a los paradigmas de las buenas épocas en que había pleno empleo y en las que el que trabajaba podía parar la olla.
En el devenir de su mandato, la Presidenta fue repasando su juicio, hasta llegar a la decisión que merece celebrarse. En su imaginario fue crucial el aporte de funcionarios del Ministerio de Trabajo que mocionaron la forma de la asignación familiar, manteniendo el actual sistema contributivo para los trabajadores formales. Esa deriva también había sido insinuada por estudiosos de todo pelaje y dirigentes fundamentalmente opositores. Poner el beneficio “en cabeza” de los menores vencía las resistencias despectivas de amplias capas de sectores medios que, una vez que se salvan, creen que todos los pobres son vagos o cosa similar.
Preservar el sistema contributivo de asignaciones familiares (sostenido con aportes patronales) alivia la carga fiscal, retiene un sistema que funciona pasablemente desde hace décadas. A la vez, posibilita un “puente de plata” para los laburantes más necesitados si consiguen incorporarse al mundo, más tolerable, de quienes cobran con sobre.
Hace alrededor de dos meses Cristina Fernández de Kirchner expresó a sus ministros y a los principales operadores parlamentarios que la única valla a salvar era el financiamiento. Cambió la tozuda negativa por una aceptación condicionada a la sustentabilidad económica. El ministro de Economía Amado Boudou llevó la propuesta de hacerlo a través de la Anses. Ese fondeo garantizado desde el vamos y el dictado del decreto le permitieron al oficialismo ganar tiempo e iniciativa, dos de sus obsesiones: arrancar ya con la acción, evitar subordinarla al establecimiento de nuevos impuestos cuya cosecha tardaría en llegar.
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Errores e inconsecuencias: La prueba de ácido de la medida serán la cantidad y vastedad de beneficiarios que se vayan sumando. Algunas disposiciones del decreto limitan la universalidad, a veces por errores de redacción fáciles de paliar, otras por criterios que se deberán revisar.
En el primer supuesto está la exclusión del personal doméstico formalizado. La asignación cubre a los hijos de trabajadores desocupados, informales y de monotributistas sociales. Por lo tanto, las trabajadoras domésticas no regularizadas pueden acogerse al beneficio pero las formalizadas (que son monotributistas “normales”) quedan excluidas. La diferencia carece de razón y, para colmo, sería un aliciente para mantenerse en la informalidad, en la que se cobraría más. El titular de la Anses, Diego Bossio, reconoció en conversaciones informales con periodistas la inconsecuencia, subsanable vía reglamentaria en función del espíritu de la norma.
Mucho más seria es la exclusión impuesta en el artículo segundo del decreto: no tienen derecho a pedir la asignación “los trabajadores que se desempeñen en la economía informal percibiendo una remuneración superior al salario mínimo, vital y móvil”. Mientras los trabajadores en blanco cobran el beneficio así ganaran mucho más que el mínimo, se discrimina a los informales. El motivo que llevó a la Casa Rosada a poner esta cláusula es prevenir un aluvión de inscripciones de personas de ingresos medios o altos, flojitos de papeles, que abusaran del beneficio. La cautela es excesiva, castiga a laburantes de sueldos bajos y baja protección general. Quizá no influya en la gestión de las asignaciones porque el reclamante sólo debe presentar una declaración jurada sobre su sueldo. Pero es perverso inducirlo a macanear, máxime si la sanción en el (improbable pero nunca imposible) caso de ser descubierto es la pérdida del beneficio.
También es incorrecto que los que tienen seis hijos cobren sólo por cinco, también tiene un tufillo discriminatorio.
La división de la mensualidad, subordinando el pago de un 20 por ciento de su importe a la acreditación de controles sanitarios y escolaridad, también le resulta chocante al cronista. Cierto es que está prevista en proyectos legislativos opositores y que su finalidad es edificante. Pero impone a los padres que cobran la asignación no contributiva un deber que no pesa sobre los que reciben asignaciones familiares. Por añadidura, suma un engorro burocrático y de tramitación, que complica un trámite que debe ser sencillo. Nuevamente, más tareas para los más relegados... humm.
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Reglamentar y atender: La reglamentación será una tarea ardua, porque debe hacerse cargo de los claros dejados por un decreto muy parco. La maraña de planes sociales de todo tipo generará situaciones de hecho de compleja resolución. La recepción de los pedidos será todo un desafío para la burocracia gubernamental, que sigue poco aceitada. Ha de ser importante imponer que los trámites sean simples y amigables, regidos por el principio “in dubio pro reclamante”. Un rechazo indebido es más grave que una admisión prematura, revocable luego.
Daniel Arroyo, ex secretario de Políticas Sociales de Nación y ex ministro de Desarrollo Social de la provincia de Buenos Aires, explica que el flujo de postulantes es irregular. En un primer momento, lo harán los más informados o avezados. Habrá otros sectores que será necesario interpelar y anoticiar, por diferentes medios. La publicidad oficial en medios masivos será necesaria pero no suficiente. Harán falta campañas intensas en escuelas, salitas hospitalarias, comedores públicos y otros centros de relacionamiento social. La experiencia del Plan Jefas y Jefes de Hogar (JJDH) que se pretendía universal y se cortó abruptamente por exceder los recursos asignados, fue cruel. Los más desamparados, los más desestructurados llegaron tarde a la ventanilla. La condición universal del decreto 1602 impide ese desenlace pero no que se ralente el acceso, lo que deberá atenderse con una acción proactiva y constante.
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Money, money, money: El aludido JJDH, que se encaminaba a paso seguro a la eutanasia, será suplido por uno más generoso. Para otros programas hay una zona gris, que se irá develando al andar. De cualquier modo, habrá muchos pases de beneficiarios al nuevo esquema.
La cobertura de la Anses liberará fondos estatales y será digna de verse la brega al interior de la nación, las intendencias y las provincias por redireccionarlos. A cuenta de esa puja, la ocasión pinta calva para otros programas laborales o sociales. El sistema laboral argentino prestó poca atención a los desempleados, desidia quizá explicable en el contexto existente, números redondos, entre mediados de las décadas del ’40 y del ’70. Ahora es una necesidad acuciante, insuficientemente resguardada por el seguro de desempleo contributivo (solventado por aportes patronales) y por el seguro de capacitación y empleo, no contributivo. El primero no tendrá nuevos ingresos. El segundo, que se nutre de partidas específicas del presupuesto, recibirá un posible trasvasamiento de actuales beneficiarios del JJDH. Podría ponerse al día con un incremento significativo que lo potenciara. Hacerlo arrimaría el bochín a un círculo virtuoso aludido por la Presidenta: la flamante política social insuflaría nueva fuerza a la laboral.
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Los nuevos cabecitas: Los de-sempleados, los informales, los que ganan menos de lo necesario... hay un nuevo mapa de la clase trabajadora. Los “cabecitas negras” del siglo XXI no son ya los camioneros, los mecánicos automotrices, los cuello blanco de UPCN. Hay un nuevo sector que está muy distante de ellos. No tienen vacaciones pagas, ni cobran aguinaldo, ni disponen de cobertura de obras sociales. Sus diferencias de talla, estado de salud y autoestima se perciben en las movilizaciones masivas. Ese sector es el que clamaba por medidas directas como la que estamos analizando, que no alcanzará pero que es un gran paso adelante. La distracción oficial por su suerte, la estigmatización que descarga la oposición sobre sus emergentes, hablan de la complicación de comprender la irrupción de un conjunto que está por debajo de los laburantes sindicalizados. En una interesante entrevista publicada ayer en el suplemento Las12, la socióloga Maristella Svampa analiza la fragmentación de la clase trabajadora y el surgimiento de “un nuevo proletariado plebeyo”, característico de esta etapa, que no encaja en las categorías tradicionales de clase trabajadora o lumpen proletariado. Su análisis, sin duda superior y tal vez no idéntico al del cronista, es digno de recomendación.
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Rara, como encendida: El gobierno de Cristina Fernández atravesó muchos más sobresaltos que el de Néstor Kirchner y sufrió dos derrotas sin parangón: la de las retenciones móviles y la de las elecciones de junio. A su vez, plasmó tres medidas de enorme implicancia institucional, largamente demandadas por actores progresistas: la vuelta al sistema jubilatorio estatal, la ley de medios y la asignación universal. Tiene menos consenso que el que disfrutó Kirchner y, da la impresión, adhesiones más fervorosas y militantes. La virtualidad del kirchnerismo para triunfar en 2011 es apreciablemente menor que la que disponía dos años antes de los comicios de 2007. Ha polarizado más, ha acentuado la politización de sus partidarios. El panorama es complejo, cuando no paradójico, da para tratamientos más agudos. Lo cierto es que va camino de dejar un digno legado al futuro presidente, sea o no de su signo.
En el interregno transcurrido desde fin de junio el oficialismo ha recuperado el control de la agenda política, aunque en este caso tomando una conquista que se acuñó fuera de sus filas. La oposición lo acusa de plagio, cuando se empecina en no escuchar le imputa cerrazón. También bucea en sus móviles para producir acciones de gobierno, siempre concluye que son espurios y que emponzoñan todo lo que hace.
Los móviles de las medidas son, como todo, tema presto al debate. En esta cuestión hay millones de cuestiones más interesantes en danza.